Todo el equipo estaba nervioso por la ponencia de Mía y lo que implicaría para el futuro del hospital.
—¡Ni se te ocurra presentarte como siempre! El protocolo dice que tienes que vestir de gala para este evento. No me des más quebraderos de cabeza, por favor.
—Lo tengo todo bajo control, no deberías preocuparte tanto, «papá».
—Si yo fuera tu padre… —suspiró condescendiente—. ¿Has repasado la presentación?
—Un millón de veces.
—Pues repásala de nuevo.
—Si sigues así, lo que vas a conseguir será ponerme nerviosa. Tranquilízate y confía en mí.
Mía era una mujer inteligente y una pediatra excelente, pero su apariencia física no era una de sus prioridades. No se esforzaba por gustar a los demás, no le gustaba ir maquillada y vestía con ropa informal, nada acorde con los cánones marcados para su puesto en el hospital. Todo esto sacaba de quicio a su jefe de Servicio, el doctor Antonio Gómez, que no se cansaba de intentar persuadirla para que ocupara la posición que le correspondía.
—Esta gala es muy importante para nosotros y no quiero que nada lo estropee. Todo tiene que salir perfecto. Piensa en tus niños.
—Toni, es en lo único que pienso, por eso hago esto, ya lo sabes.
La gala organizada en el hotel Wellington de Madrid y
financiada por varios laboratorios médicos iba a reunir a gran número de personajes conocidos, políticos, empresarios y artistas importantes. Muchos de ellos, junto a parte del personal médico participante, estaban alojados en el hotel desde la noche anterior.
Mía miró el reloj.
—Si sigues reprendiéndome, no me va a dar tiempo a estar lista, así que me voy a la habitación para arreglarme. Y, tómate una tila en la cafetería, te vendrá bien.
Toni no dijo nada, pero no hizo falta, la expresión de su cara reflejaba su malhumor. Mía se dio la vuelta para marcharse y sonrió; le divertía irritarle.
Mientras, en otra de las habitaciones del hotel, dos de los accionistas participantes en el evento mantenían una conversación trivial.
—He quedado con una antigua amiga para ir juntos al salón. Hace tiempo que no sé nada de ella y no me importaría continuar donde lo dejamos la última vez.
—Amiga, ¿de cuál de ellas hablamos?
—No seas malintencionado. Luego te la presento. Sabes que no me gustan nada estos actos tan formales; son soberanamente aburridos. Necesito un pequeño aliciente… —bromeó divertido.
—Está bien, no insisto más, nos vemos allí. Iré saludando a los ponentes y al resto de inversores mientras tú te entretienes con esa amiga. Pero no llegues tarde.
Mía y María compartían habitación en el hotel. Se habían conocido el primer año de Medicina y desde entonces eran inseparables.
—Deberías vestirte así más veces. Tu jefe se va a quedar de piedra cuando te vea. ¡Estás espectacular!
—Sí, claro, estoy espectacularmente incómoda —enfatizó Mía poniendo los ojos en blanco.
—No creo que ponerse un vestido durante unas horas sea para tanto. ¡Eres muy quejica!
—No es el vestido, sino ¡estos dichosos zapatos! ¿A quién le puede gustar caminar con esto en los pies?
—¡Venga, vámonos!
—Ve yendo tú; he quedado con Fran en la sala del spa para ir juntos desde allí.
—¿Con Fran, eh?
—¡No pongas esa cara! Venía solo y me ofrecí a acompañarle. No hay nada entre nosotros.
—Será porque no quieres.
—Vamos, sal ya. Al final llegaremos tarde por tu culpa… y la de estos horribles tacones —suspiró.
Entre risas cómplices salieron de la habitación. Mía se dirigió hacia el lugar en el que se había citado con Fran. No podía recordar si habían quedado dentro o fuera, así que como no había nadie allí y la puerta estaba entreabierta, pasó a la sala.
Las luces estaban apagadas y a sus ojos no les había dado tiempo a acostumbrarse a la oscuridad. Solo alcanzaba a oír el suave y relajante murmullo de las cascadas de agua al golpear la superficie de la piscina. Parecía obvio que Fran aún no había llegado, por lo que dio media vuelta para volver a la entrada cuando alguien la cogió del brazo frenando su marcha, y sin darle tiempo a reaccionar, la giró y la atrajo hacia sí hasta que sus labios se encontraron y se fundieron en un apasionado e inesperado beso.
El tiempo se detuvo durante un instante para los dos, mientras un intenso escalofrío les recorría el cuerpo como una fuerza ajena a su voluntad que les impedía separarse.
La luz de la sala se encendió de pronto devolviéndoles a la realidad.
—Mía, ¿dónde estás?
—¡Gian!
El sonido de las voces que les llamaban desde la entrada provocó que Mía, aún aturdida, entreabriera los párpados encontrándose con unos grandes ojos verdes que la miraban con sorpresa y cierta devoción hipnótica.
Sobresaltada por la situación en la que se encontraba, extendió los brazos para apartarse de aquel hombre que aún la retenía entre los brazos, tropezó y cayó de espaldas a la piscina.
—¡No me lo puedo creer! —bufó mientras pataleaba en el agua tratando de salir.
Antes de que Gian tuviese tiempo de reaccionar, Fran llegó corriendo. Patricia venía tras él.
—Pero ¿qué haces aquí? ¿Qué te ha pasado? —preguntó sorprendido a Mía mientras le tendía la mano para ayudarla.
—Estaba esperándote —respondió ella, y lanzó una mirada furtiva al desconocido—. Pero como las luces estaban apagadas y ya sabes lo torpe que soy, me he tropezado con el bordillo y ¡mira qué desastre! —dijo señalando su vestido empapado—. ¡No me lo puedo creer! ¡Todo me tiene que pasar a mí! ¡Toni no me creerá! Me lo ha advertido un millón de veces. No me creerá…
Nerviosa e intentando procesar aún lo ocurrido, trató de escurrir el vestido inútilmente.
Gian la miraba sin parpadear, aún notaba el calor de sus labios contra los de ella y un cosquilleo en el estómago que nunca antes había sentido.
—Gian, ¿qué haces tú aquí? Creía que habíamos quedado fuera. ¿Te pasa algo? Te has quedado de piedra. ¡Gian, despierta! —insistió Patricia.
Pero él ni escuchaba ni tenía intención de contestar. Todos sus sentidos estaban puestos en Mía.
—¿Está usted bien? Siento mucho lo que ha pasado —dijo dirigiéndose a ella.
—Sí, sí, estoy bien, no se preocupe. En realidad ha sido un accidente bastante absurdo.
Durante unos segundos sus ojos volvieron a cruzarse interrogantes, aunque ella enseguida desvió la mirada.
Fran cogió una toalla con la que envolvió a Mía y la acompañó de vuelta a la habitación para que se cambiara de ropa.
Fran era cirujano general. Mía, María y él trabajaban juntos en el hospital infantil desde que comenzaron la residencia, aunque eran compañeros desde la facultad. El interés de Fran por Mía no era solo profesional, llevaba mucho tiempo enamorado de ella, pero ella no parecía tener intención alguna de comenzar una historia romántica. Aun así, eran buenos amigos y él no perdía la ocasión de demostrarle su afecto.
—Ay, ¡Fran! Esto no tiene solución —se lamentó señalando el vestido—. Estoy empapada. ¿Qué le voy a contar a Toni? No me va a creer, está claro. ¡Ya puedo ir buscándome otro sitio donde trabajar! —exclamó resignada.
—No digas tonterías. Eres su mano derecha. Se lo explicaremos y lo entenderá.
—¿Quién se iba a creer algo así? ¡Si no me lo creo ni yo! Estas cosas no pasan ni en las películas. Bueno, quizás en alguna cómica de tercera.
—Ya veremos… Ahora cámbiate de ropa o acabarás cogiendo una pulmonía.