Brad lo dejó muy claro. Había tomado la decisión de retomar la relación con Sophie. Y, por más que le doliera en el alma, Emma debía aceptarlo. Porque, aunque él se había convertido en todo su mundo sin pretenderlo, ella solo fue un capricho, su capricho, nada más.
Y para colmo, no solo le perdió a él, también debía abandonar la tierra que, en tan poco tiempo, se ganó su corazón, y presentía que, lejos de allí, nunca se sentiría completa.
Nada era igual desde que volvió a poner los pies en Madrid y, pese a los esfuerzos de los que la querían y trataban de animarla, nunca volvería a serlo.
Pero no nació para rendirse.
Capítulo 1
Eran casi las siete de la tarde cuando se dirigió a los vestuarios para cambiarse de ropa antes de volver a casa, o quizá sería más acertado llamarlo «el lugar donde dormía y guardaba sus pertenencias», porque eso era en lo que se había convertido durante las últimas semanas.
Desde que comenzó a trabajar en el zoo de Madrid, apenas tenía tiempo para nada más, y el proyecto de investigación con grandes primates en el que la universidad le propuso participar empeoró la situación. Y, a pesar de ello, le fue imposible negarse. Si existía un animal que idolatraba por encima de los demás, ese era el gorila. Un fascinante mamífero con el que, en el tiempo que llevaba trabajando, había intercambiado miradas más profundas y sinceras que con la mayoría de las personas que tenía a su lado.
Esa tarde su jefe fue a buscarla en persona para que se marchase antes a casa y, no sin alguna protesta por su parte, Emma terminó cediendo. Aunque, a decir verdad, tampoco le dejó opción.
—¿Qué pasa, Emma?, ¿estás enferma? —le preguntó Rubén al verla salir de los vestuarios con ropa de calle—. Es la primera vez que te marchas antes de que se haga de noche.
—Nuestro querido jefe dice que no es legal que pase tanto tiempo aquí y «muy amablemente» me ha invitado a irme a casa.
—Ya veo. Es un jefe horrible por obligarte a descansar —dijo con ironía al ver el gesto contrariado de su compañera—. Alegra esa cara que no es para tanto.
—Ya lo sé —bufó malhumorada mientras se ponía el abrigo—. Pero es que él no entiende que el trabajo me distrae de los deprimentes pensamientos que se empeñan en torturarme.
—Eres un caso perdido —aseguró Rubén poniendo los ojos en blanco—. Anda, vete ya, mañana nos vemos.
Con la ayuda de sus padres, consiguió alquilar un pequeño apartamento en Moncloa próximo a su lugar de trabajo y a la universidad que financiaba el proyecto en el que estaba colaborando. No tardó en llegar. En cuanto puso un pie en la entrada, soltó las llaves y el bolso y fue directa hacia el baño mientras se desvestía por el camino. Una vez dentro, cerró la puerta y abrió el grifo de la ducha para que el sonido del agua cayendo ocultase el de su llanto. Así permaneció unos largos minutos, apoyada sobre la pared tratando de serenarse.
Durante los primeros días tras la vuelta a su nueva realidad, reencontrarse con la familia y los amigos de siempre consiguió distraerla, y pudo, no olvidarse, pero sí atenuar en parte la pena y la angustia que se apoderaron de su alma tras la inesperada ruptura de su compromiso. Pero incluso entonces supo que ese pequeño oasis de serenidad no sería más que un mero espejismo que acabaría demasiado pronto y que, cuando volviese a la rutinaria vida del día a día, el dolor reaparecería más intenso y vivo que nunca.
Trató por todos los medios de evitar torturarse preguntándose por los porqués que tanto daño hacían y que nada aportaban para resolver su situación. Sentía que lo mejor era dejar que fuese el tiempo quien pusiera las cosas en su sitio y consiguiera restablecer el equilibrio que le faltaba. Era una mujer optimista, siempre lo fue, y estaba segura de que tarde o temprano conseguiría ver el lado bueno de las inolvidables experiencias que vivió; de todas, de las buenas y también de las malas. Sin embargo, aún estaba lejos de ese momento y ahora tocaba aprender a vivir sin él y, como un ave fénix, ir renaciendo de sus cenizas.
Emma dio el primer paso en el control de su vida y zanjó de forma definitiva su relación con Pablo, rota desde hacía años. A él le costó darse por vencido, y desde que regresaron de África se había esforzado en reconquistarla. Aunque todo era inútil cuando el corazón de ella había cambiado de dueño. Tras muchas decepciones, Pablo terminó aceptando que Emma no volvería a ser su pareja sentimental, y en un acto desesperado por alejarse del dolor, decidió disfrutar de un año sabático para tomar distancia y recapacitar sobre cómo afrontaría la vida sin ella.
Estaba más tranquila cuando salió de la ducha, pero no quería quedarse entre esas cuatro paredes a las que aún no consideraba un hogar, así que pensó en ir a dar una vuelta por las calles de la ciudad. Iría a dar un beso a sus sobrinos, ellos siempre conseguían que se olvidase de sus penas. Sin embargo, imaginar la charla que tendría con su hermana sobre cómo había tirado su relación y su prometedor futuro por la borda, le hizo desistir de la idea. Nada, solo pasearía; eso haría, pasear hasta cansarse.
Era un día triste y frío de finales de marzo y las aceras se veían más desiertas de lo habitual en una zona de Madrid como esa. Pero aunque hubiesen estado abarrotadas de gente nada habría cambiado su sensación de soledad. Emma caminó despacio, distraída, vagando a través de los recuerdos por lugares distintos a los que ahora pisaba sin demasiado entusiasmo. Tarde o temprano sabía que volvería a sentir suyas esas calles, aunque era evidente que aún no había llegado el momento.
El destello fugaz y cegador de un relámpago seguido demasiado cerca por el ruidoso y ronco sonido del trueno presagiaron que la tormenta era inminente y no tardó en descargar con intensidad sobre ella.
La lluvia le gustaba desde pequeña, sobre todo el olor dulzón en el ambiente que la precedía. Se estaba empapando y sonrió al imaginar lo que dirían sus padres o su hermana si la viesen bajo aquel aguacero. Seguro que se plantearían su ingreso en algún centro psiquiátrico especializado en causas perdidas, pensó risueña. Pero allí se quedó, con la cara levantada mirando al cielo mientras dejaba que el agua continuara mojándola y le ayudara a arrastrar con ella los pensamientos que se empeñaban en atormentarla y no dejarla avanzar. Solo una idea asomaba clara en su mente; no iba a dejarse vencer por la amargura. Shake se lo dijo una vez: «te gusta pelear cuando los demás se conforman». Y así era. No pensaba decepcionarle a él ni, por supuesto, a ella misma. Sabía que no sería fácil, pero estaba decidida a empezar de nuevo.
El teléfono comenzó a sonar haciéndola despertar del trance en el que estaba sumida. Emma corrió hasta una acera techada para resguardarse de la lluvia y contestar la llamada.
—¡Increíble!, ¡qué suerte la mía! —Una voz divertida reía al otro lado del auricular—. ¡Has cogido el teléfono a la primera! No me asustes, ¿no te estarás empezando a comportar como una persona normal a estas alturas? —soltó Karim entre risas.
Desde que regresó a París, Karim y Emma se habían mantenido en contacto. Solo su amiga vivió su intensa relación amorosa de principio a fin, y siempre se negó a creer que Sophie fuese la verdadera razón de la ruptura con Brad. Sin embargo, Emma nunca quiso escuchar sus teorías, ni tan siquiera consintió que le volviera a hablar de él. Aún no se sentía preparada para enfrentarse a esa conversación.
—Ja, ja y ja. Te estás volviendo muy graciosa. Me has pillado en un buen momento, pero no te acostumbres . Está diluviando encima mía y la lluvia me pone de buen humor, así que no creo que tengas la misma suerte la próxima vez —replicó Emma con ironía.
—¡Qué rara eres! —volvió a reír—. Bueno, mujer acuática, te llamaba para ver si sigue en pie tu invitación.
—¡Por supuesto que sigue en pie! ¿De verdad vas a venir a casa?
—Si no soy un incordio para ti, sí.
—Y el novio ese que te has echado, ¿no protestará?
—Lo hemos dejado. Me estaba empezando a agobiar.
—Por Dios, Karim, si solo lleváis unas semanas saliendo y la última vez que hablamos me dijiste que estabas loca por él.
—Tú lo has dicho; «estaba», tiempo pasado. ¿Qué quieres? Mis sentimientos aparecen y desaparecen con la misma intensidad.
—Perdona que sea yo quién te lo diga, pero tú no estás bien de la cabeza, ¿lo sabías? Luego dirás que soy yo la rara —le reprochó sin dejar de reír—. Pues no se hable más; dime el día y la hora y te recogeré en el aeropuerto.
—Mejor dime tú cuándo estás libre. ¿No habías empezado a trabajar en el zoo?
—Así es, aunque en el tiempo que llevo he hecho los turnos de medio año. Mi jefe está tan encantado conmigo que no me quiere ver por allí. Puedo pedir las horas que necesite y no me pondrá ninguna pega.
—Fenomenal, entonces. Cuando haya confirmado la hora del vuelo te volveré a llamar. Un poco de juerga a la española nos vendrá bien a las dos.
—Ya lo creo.