Capítulo 1
Escondida dentro del armario con los párpados apretados y las palmas de las manos sobre las orejas, June trataba de escapar de las voces que daban su madre y el hombre que desde hacía unos meses vivía con ellas.
No era el primero con el que compartía techo. Muchos antes que él pasaron por su casa, aunque apenas salían del cuarto a coger algo de la nevera y después se marchaban para no regresar. Pero, desde que ese hombre apareció en sus vidas, las cosas entre Anne y ella habían cambiado y, por desgracia, no para mejor. No recordaba que su madre hubiese estado nunca demasiado pendiente de ella, pero ahora el poco tiempo que podían compartir Anne lo pasaba llorando encerrada en su habitación. June era muy pequeña para entender lo que ocurría y no sabía cómo debía actuar, así que se limitaba a quedarse a su lado en la cama, cuidándola hasta que «el ogro», como llamaba a ese hombre, entraba en el cuarto, la agarraba del brazo para sacarla a rastras al pasillo y empezaban de nuevo los gritos.
Desde su rincón, June tembló al escuchar un violento portazo. Segundos después, la puerta del armario donde se ocultaba la niña se abrió y asomó el rostro de su madre con los ojos enrojecidos por el llanto.
—Vamos, sal de aquí —le dijo con brusquedad mientras la cogía de la mano y tiraba de ella—. Tenemos que ir a un sitio. Coge algo de ropa y guárdala en una bolsa. Vas a pasar un tiempo con tu abuelo.
¿Abuelo? June se quedó pensativa. Era la primera vez que escuchaba esa palabra referida a ella. Tenía seis años y sabía que existían los abuelos por los comentarios que hacían a veces algunos de los niños del colegio, aunque nunca imaginó que también tuviese uno. Una idea disparatada cruzó por su cabeza inocente. Tal vez también tenía un padre y a su mamá se le olvidó contárselo. Por un momento pensó en preguntarle, pero su actitud apremiante y fría con ella le hizo desechar rápidamente ese pensamiento. Ya tendría otra oportunidad mejor.
Con una pequeña mochila colgada a la espalda y un maltrecho osito de peluche entre los brazos, June caminó por la calle siguiendo los pasos de Anne sin saber hacia dónde se dirigían. A pesar de su curiosidad, no quiso preguntarle nada para no disgustarla más de lo que ya estaba. Debía portarse bien si quería que volviese a sonreír. No recordaba la última vez que la vio hacerlo.
Más de una hora tardaron en llegar a su destino. El tráfico estaba imposible y el recorrido del autobús en el que se subieron tenía muchas paradas. Se estaba poniendo el sol cuando Anne se levantó del asiento y presionó un botón que se iluminó al instante.
—Vamos, nos bajamos aquí. Coge la mochila, no te la vayas a olvidar —la advirtió.
La niña observó extrañada el lugar por el que caminaban.
—¿Dónde vamos, mamá? —se atrevió a preguntar al darse cuenta de que no reconocía esas calles—. Desde aquí no sé volver a casa.
—Ya te lo he dicho. Voy a llevarte con tu abuelo —respondió sin mirarla—. Te quedarás con él por un tiempo.
—¿Por qué? ¿Es que me he portado mal? No me gusta este sitio —se quejó con ansiedad—. Quiero estar contigo…
—No puede ser. He conseguido un trabajo nuevo. Es un buen trabajo, mejor que los anteriores, y me pagan bien —explicó sin dejar de caminar como si estuviese tratando de convencerse a sí misma de que hacía lo correcto—. Pero necesito que alguien se encargue de ti hasta que me amolde a los nuevos horarios. —No dijo nada más; solo tiró de la mano de la pequeña y la forzó a acelerar el paso.
Las calles que recorrían eran estrechas y oscuras, con edificios de varias alturas construidos con ladrillos de colores grisáceos que realzaban el aspecto lúgubre del lugar. Una pequeña tienda de ultramarinos llamó la atención de June. El amplio escaparate que daba a la calle estaba iluminado y en él se veían envoltorios de chocolatinas de colores y formas tan estridentes que la niña frenó la marcha y se quedó observándolos.
—Vamos, no te pares. Ya estamos llegando —dijo Anne volviendo a tirar de ella.
No mintió. No habían transcurrido más de diez minutos andando cuando se pararon frente a un portal que daba a un estrecho callejón sin salida. A June no le gustó ese lugar. Era oscuro y feo y no olía nada bien. Pero, sin rechistar ni soltar la mano de su madre, subió tres pisos de escaleras hasta llegar a un rellano que comunicaba con varios pasillos.
—Quédate aquí y no se te ocurra moverte —la advirtió Anne—. Vuelvo enseguida.
Pese a que June era una niña inquieta, también era obediente, y ese no le pareció el mejor momento de cambiar de actitud. Sin embargo, no dejaba de tener seis años y la curiosidad inherente a su edad, por lo que, sin soltar el peluche, dio unos pequeños pasos para asomarse por el hueco de la escalera y vio aparecer la cara de un niño que debía tener una edad parecida a la suya y el mismo interés inagotable por todo.
—Hola —la saludó sonriente—. ¿Quién eres? No te he visto antes por aquí. ¿Te has mudado hace poco? ¿Cuántos años tienes?
No era habitual que alguien le sonriese sin motivo y mucho menos que se interesase de esa forma por ella, ni siquiera un niño. Faltaba tanto a la escuela que cuando aparecía por allí con los zapatos rotos y la ropa sucia sus compañeros se alejaban riéndose y señalándola.
—Me llamo June —contestó con timidez—. He venido con mi madre, pero no sé muy bien por qué. Creo que tengo un abuelo.
—¡Qué suerte! ¿Y te regala chocolatinas?
—Tampoco lo sé —dijo pensando en el escaparate que acababa de ver—. Igual sí.
—¿Quieres que juguemos un rato con mis muñecas? Los chicos del barrio solo quieren jugar al béisbol y a mí no me gusta nada —protestó el niño esbozando una divertida mueca que hizo sonreír a la pequeña.
—No tengo ninguna muñeca; solo tengo a Jackie. —Levantó el brazo y le mostró el osito.
—No importa. Mi hermana tiene muchas —dijo, y se encogió de hombros—. Algunas están un poco rotas, pero nos servirán. Si quieres las compartimos. Ven, baja; te las enseño. Por cierto, me llamo Eliot.
Con seguridad, esa era la conversación más larga que había mantenido en la vida, y también la primera vez que alguien quería jugar con ella. Sin embargo, recordó que su madre la había advertido de que no se moviera de allí. Difícil decisión. June miró a un lado y a otro del pasillo para comprobar que no había nadie que fuese testigo de su desobediencia y, una vez se hubo asegurado, agarró la barandilla de la escalera sin soltar a Jackie.
—Vale. Voy un rato —dijo mientras bajaba un pie al primer escalón decidida a saltarse las normas por una vez.
—Tú no vas a ningún sitio. —Su madre la agarró de la mochila y tiró de ella con brusquedad—. Venga, nos esperan.
Con cara de pena, Eliot se encogió de hombros resignado al ver que su tarde de juegos se había esfumado. No importaba. Volvería a intentarlo otro día.
Mientras tanto, arrastrada como un muñeco de trapo, June llegó hasta la puerta de una casa en la que un hombre mayor, con el pelo canoso y cara de pocos amigos, las esperaba de pie.
—Esta es tu nieta —remarcó su madre colocándola delante de él. La niña juntó los brazos agarrando con fuerza al peluche y bajó la mirada al suelo.
—¿Cuántos años dices que tiene?
—Acaba de cumplir seis en junio.
—Se la ve más pequeña, y está muy delgada. ¿Estás segura de que no está enferma? —insistió sin dejar de observarla.
—Es fuerte como un roble —aseguró Anne.
—Tú también lo eras. —Había cierta amargura en su tono de voz. Luego se agachó para ponerse a la altura de la pequeña. Apoyó una mano en su barbilla y la instó a levantar la cabeza. Al ver el color miel de sus ojos, su expresión se iluminó y miró interrogante a su hija.
—Sí, lo sé —dijo ella adivinándole el pensamiento—. Tiene los mismos ojos que mamá.
—¿Cuánto tiempo se quedará aquí? —preguntó el hombre al incorporarse.
—No lo sé. Un par de semanas quizás. Cuando tenga unos horarios fijos y pueda organizarme, vendré a buscarla.
—Está bien. Nos apañaremos hasta entonces.
—Gracias, Sam —dijo Anne, y devolvió la atención a la pequeña—. Te quedarás con el abuelo hasta que pueda venir a por ti. ¿De acuerdo? Pórtate bien y obedécele en todo lo que te diga.
June asintió con la cabeza sin atreverse a pronunciar una palabra. Pero, en el mismo instante en el que vio desaparecer a su madre por la puerta, un sentimiento de angustia se apoderó de ella y salió corriendo escaleras abajo tratando de alcanzarla mientras gritaba y lloraba sin consuelo.
—¡Mamá! ¡No te vayas, por favor! Quiero irme contigo. ¡Llévame contigo! Me portaré muy bien, te lo prometo. ¡Mamá!
Anne ni siquiera volvió la vista atrás al escucharla, ni tampoco al oír como caía rodando por las escaleras. Solo siguió caminando, aprisa, aumentando la distancia entre ellas hasta que salió del portal y desapareció para siempre.
Las lágrimas empapaban su rostro cuando Sam la alcanzó y le tendió la mano para ayudarla a levantarse.
—Ven, pequeña. Vamos a comprar unos lápices de colores y dibujamos juntos. ¿Te apetece?
«Juntos». Otra palabra nueva en su vocabulario y que sería uno de sus bienes más preciados desde ese momento y para toda la vida. June se enjugó las lágrimas y miró a ese hombre de semblante serio y voz cálida que le ofrecía sin conocerla lo único que necesitaba; su atención. Y, regalándole una tímida sonrisa, levantó la mano para buscar la de él.